viernes, diciembre 11, 2009

Lean aquí y aprendan cómo funciona un disco duro

Soy un inútil usuario de computadoras. Pico botones y las compus hacen lo que quiero (normalmente escribir letras, guardarlas, hacer más chicas algunas fotos, no más), pero no tengo la más remota idea de cómo ocurre lo que ocurre.

Afortunadamente tengo un compa que es computito. Fabián sí entiende porqué pasa lo que pasa en las computadoras. Debo agradecerle que hace esfuerzos grandes por explicarme en lenguajes que yo entiendo.

Ayer, sin más, estábamos transfiriendo un archivo muy grande en una computadora y la ventanita que sale y que muestra el proceso decía de repente: "Faltan 18 minutos" y más al ratito: "Faltan 19 minutos" y yo pensé que el tiempo corría al revés y que en lugar de avanzar íbamos de retraso.

Luego Fabián me explicó algo así como que la taza de transferencia era una aproximación estadística calculada por no se qué algoritmo. Puse cara de que entendí y que sabía de qué hablaba, pero además de computito es inteligente y me dijo:

"Mira güey. Un disco duro es como una caja con muchas cajitas. Y tú la debes de llenar con un chingo de canicas. Entonces lo que haces es buscar cajitas vacías. Si se encuentra muchas seguidas vacías, la taza de transferencia es más rápida y se tarda menos. Si no encuentra cajitas vacías, entonces las canicas le sufren más y te dice que se va a tardar más".

Cuando tenga un hijo y le deba explicar el funcionamiento de los discos duros. Usaré la misma metáfora.

jueves, diciembre 10, 2009

Platos de ayer. Platos de hoy.

Tuve uno de mis primeros trabajos a los siete años.

Mis actividades consistían en llevar comida a mis tíos y trabajadores que sembraban maíz y calabazas en un potrero de mi abuelo. A las diez de la mañana llegaban las costalillas a casa de mi abuela, yo las subía a un burro y encaminaba al animal al potrero. La gente comía y platicaba. No sabía de teoría sociales y esos momentos me parecían una fiesta. Así que un día yo quise aguardar mi almuerzo para comer con todos ellos.

Así que preparé mi costalilla con tortillas, frijolitos, quesito, y no encontré un plato de plástico. Así que agarré uno de la cocina de mi mamá, de vidrio, bonito.

"¡No te lleves ese plato, Carlos, lo vas a quebrar!", es mi madre quien me advierte cuando se da cuenta que me llevaré ese plato. No mutú su ánimo cuando prometí cuidarlo.

Ese almuerzo fue efectivamente una fiesta. Me platicaron del maíz. Hablaron de fútbol. De sus novias y yo escuchaba y aprendía y en el fondo, quería en algún momento hacer lo mismo. Imaginé que no había una vida más perfecta que esa.

Cuando el descanso terminó yo metí todas mis cosas en la costalilla. No había avanzado ni treinta metros cuando escuché que algo se quebró. Morí de miedo.

El plato estaba insolentemente roto y yo espantado. Aún así respiré y rápido armé tres opciones:

1.- Ocultar las evidencias del crimen, mentir sobre lo ocurrido. Fingir demencia.
2.- Recurrir a mi abuela, que me diera un plato igual de los que ella tenía muchos.
3.- Pegar el plato con kola loca.

Descarté la primera opción porque era (soy) malísimo pa decir mentiras premeditadamente. Además mi madre era (es) una imitación de agenda de la CIA. Seguro me descubriría. Mi abuela seguro me ayudaría, pero también seguro le contaría a mi mamá, así que adiós. Opté por la tercera opción.

Armé los cuatro pedazos del plato. Les puse Kola loca. Esperé paciente a que se pegara y eso nunca ocurrió. En su lugar hubo plasta amorfa de vidrio frágil que puse con cuidado junto a los demás.

Mi mamá se dió cuenta y su regaño fue por básicamente dos razones: la primera por no hacerle caso a sus advertencias: "Si te digo que va a pasar, es porque va a pasar" sentenció divina. La segunda razón fue por tratar de verle la cara de mensa.

Algo se rompió ese día. No hablo del plato. Algo en mi destino. Que con frecuencia me ha pasado que apenas pienso "Imaginé que no había una vida más perfecta que esa". Luego se quebra un plato. Como el que tengo en mis manos. No sé si ya se rompió. No sé cómo evitar que se rompa. No sé si es tan trágico que pase. Pero me siento igual que esa mañana.

El plato, no volverá a ser nunca igual.



Snif.

miércoles, diciembre 09, 2009

Historia

Son la cinco de la tarde. Ya terminé de escribir y de grabar algunas notas para el noticiero de mañana. Tendría que ir a cubrir la sesión de Ayuntamiento pero me avisan que iniciará hasta dentro de una hora. Técnicamente tengo una hora libre.

Y me puse a leer y a revisar algunas cosas y de repente me dieron ganas de volver aquí y escribir, porque leía algunos post y me di cuenta que mi vecina adolescente ya ha tenido como tres novios que, afortunadamente para mí, no le llevan serenata con narcocorridos. Que han pasado por lo menos doce cosas que cuando pasaron dije: "esto estaría chido ponerlo en el blog", pero que por holgazán, nada más no lo he hecho. De repente como que escribir aquí dejó de ser divertido.

Pero hoy me dieron ganas de venir y no prometo hacerlo ya a partir de ahora, ni hacerlo con frecuencia, pero hoy contaré una de esas historias, hoy ficción, que se quedaron en el tintero.

El jabón

En las manos del hombre aún quedan remansos de paz. Cuando el corazón se acelera, pone las puntas de los dedos en la naríz y aspira, al principio bastaba un suspiro suave. Hacía un par de horas que para reconocer el olor a mujer había que sorber fuerte, como aspirando una raya de coca.

El hombre mete la cabeza en la almohada. Las sienes casi le estallan. Cuando siente no poder más, camina hacia el baño y en el metro y medio que hay al lavabo, parece caminar como por la viga de un edificio en construcción en el piso catorce. El suelo se aleja. El suelo regresa. Vomita.

Las manos del hombre están frente a los ojos. Dentro de los ojos se dibuja la imagen de la mujer. La piel morena con pecas en el pecho, en el cuello y en los senos. Las mejillas con el rubor de los golpes. Los ojos inflamados por las lágrimas, un verde claro rodeado de rojo. Más al sur está un vientre plano, que se infla y desinfla con la respiración. Y unas caderas que huyen como peces en el agua.

La cabeza del hombre está bajo el chorro de la regadera. Sus pies están fríos. Sus dedos recorren los brazos que la mejor arañó. En los oídos está el agua de la regadera, los automóviles en la calle. El radio que anuncia ofertas de las compras navideñas. Y los gritos de la mujer.

Las manos del hombre abrazan la espalda de la mujer. Las piernas obligan a las piernas a no cerrarse. La barba besa los labios y los raspa. El aliento muerde. Los dientes no ofrecen tregua. El pelo es la toalla para secar el sudor. La saliva. La sangre. Y bajo las uñas queda el olor.

El jabón no se lleva el olor del hombre. El jabón no conserva el aroma de la mujer. La espuma no cura las heridas. La espuma no pega los pedazos de corazón. El jabón vuela y cae a los pies del hombre. En los ojos se mezclan la barra azul y la piel moteada. El pie frío da un paso en falso. La imagen se rompe en diez mil pedazos, junto con la cabeza.

Nueva sangre. Nuevo olor. No hay jabón que lo disfrace.